Por Alicia Jrapko y Bill Hackwell, 9 de Septiembre 2020
Desde el año 2017 se lleva a cabo una campaña mundial promovida por un grupo de escritores y académicos latinoamericanos para declarar el 9 de agosto como Día Internacional de los Crímenes de Estados Unidos contra la Humanidad. Apropiadamente el día es para recordar la segunda bomba nuclear lanzada en 1945 sobre Nagasaki Japón que llegó justo 3 días después de que la primera bomba nuclear fuera lanzada sobre Hiroshima. Imaginen lo depravado y frío que podría ser el entonces presidente demócrata Truman al conocer que había incinerado a 150.000 personas en un día y lo hizo de nuevo en Nagasaki matando instantáneamente a 65.000 seres humanos más. El relato de la historia oficial de los Estados Unidos suele ocultar la verdad diciendo cuántas vidas salvaron esas bombas nucleares. Se omite que Japón ya estaba derrotado antes de que se lanzaran las bombas atómicas debido al bombardeo incesante que padecieron 67 ciudades japonesas, arrasadas por los implacables ataques aéreos estadounidenses.
Las sociedades de Hiroshima y Nagasaki fueron sacrificados como un signo de exclamación, como una proclamación al mundo anunciando la llegada de los EE.UU. como nueva superpotencia preeminente del mundo. También sirvió como advertencia de que EE.UU. estaba dispuesto a cometer cualquier acto homicida a gran escala proporción para mantener esa posición imperial de dominio. La historia del siglo XX y de la actual centuria certifica esta postura, una y otra vez.
Incluso ahora, mientras comienza su decadencia y declive, los Estados Unidos nunca se han disculpado por ese crimen innecesario, que podría interpretarse como una señal de debilidad y un paso atrás en la política de chantaje nuclear que se aplica a las naciones del mundo. Obama tuvo la oportunidad de hacerlo en el último año de su presidencia cuando no tenía nada que perder, en una visita a Hiroshima en 2016. En lugar de pedir disculpas al pueblo de Japón o de aliviar las tensiones en el mundo, Obama, en un elocuente y esponjoso doble discurso, dijo: “Las meras palabras no pueden dar voz a tal sufrimiento. Pero tenemos la responsabilidad compartida de mirar directamente al ojo de la historia y preguntarnos qué debemos hacer de forma diferente para frenar de nuevo ese sufrimiento”.
La responsabilidad de la mayoría de los sufrimientos en el mundo fue entonces y sigue siendo, una política imperialista y su inherente modelo neoliberal que estrangula violentamente la capacidad de los países para desarrollarse de manera que lleven salud y prosperidad a sus mayorías, La responsabilidad, en definitiva, es de un sistema insostenible que sólo beneficia a una parte de la sociedad privilegiada.
Los crímenes de los Estados Unidos contra la humanidad no comenzaron ni terminaron con el lanzamiento de las bombas nucleares sobre Japón. Como el líder militante de los derechos civiles Jamil Abdullah Al-Amin (antes H. Rap Brown) señaló hace años, “La violencia es tan americana como el pastel de cereza”.
Desde su creación, los EE.UU. ha utilizado como lenguaje de sus relaciones exteriores variadas formas de opresión violenta contra todos y cada uno de los países que se interpusieron en su camino de expansión para el control de los recursos y su pretendido derecho a la acumulación ilimitada de vasta riqueza para unos pocos. Las trece colonias originales que se rebelaron contra Inglaterra no estaban motivadas únicamente por el hecho de que se les cobraran impuestos sin representación, sino más bien por las restricciones que el Rey Jorge había impuesto a la codicia desenfrenada de los colonos blancos por expandir y robar las tierras de las naciones y comunidades indígenas y por establecer un sistema de esclavitud que era la principal fuente de acumulación capitalista, especialmente para las colonias del sur. En el momento de la revolución, cerca del 20% de la población consistía en esclavos negros. La esclavitud era en realidad contraria al derecho consuetudinario británico, por lo que la única manera de que la clase emergente de terratenientes en las colonias pudiera prosperar era separarse del Imperio Británico. Al hacerlo, estableció un componente fundamental del ADN original de los Estados Unidos: el racismo estructural como medio para justificar cualquier nivel de discriminación y opresión con una creencia profundamente arraigada en la inferioridad de cualquier raza que no fuera blanca y cristiana. Los gritos de Black Lives Matter en las calles hoy en día de todas las grandes ciudades y pueblos de los EE.UU. son un eco resonante de la resistencia que proviene de las plantaciones y los barcos de esclavos que vinieron de África.
El genocidio de los pueblos indígenas en los EE.UU. fue su primera ola de crímenes contra la humanidad al expandirse hacia el oeste. La historia temprana de este país está plagada de cientos de masacres de los pueblos originarios desde el Atlántico hasta el Pacífico. Y ese crimen continúa hasta el día de hoy con los nativos americanos sufriendo las tasas más altas de infección de Covid-19 en el país como resultado directo de la negligencia del gobierno y de los tratados rotos que mantienen a las reservaciones en una pobreza extrema, incluso en muchas áreas donde ni siquiera hay agua corriente.
El 21 de julio pasado el Congreso aprobó un proyecto de ley de asignaciones militares de 740 mil millones de dólares, el más grande de la historia y 2 mil millones más que el año pasado. Los Estados Unidos gastan más en defensa nacional que los siguientes 11 ejércitos más grandes combinados. Un bien intencionado pero débil intento de secciones del Partido Demócrata de recortar el 10% del presupuesto para usarlos en la salud y los servicios humanos fracasó porque en última instancia la financiación de las 800 instalaciones militares de EE.UU. que ocupan territorio en más de 70 países de todo el mundo tiene prioridad sobre algo como los programas de alimentos subvencionados. Mientras tanto, aproximadamente el 20% de las familias de este país están luchando por obtener alimentos nutritivos todos los días, como un ejemplo de las crecientes necesidades sociales y de salud.
Las guerras y las ocupaciones son caras y ese dinero se va por el desagüe. No se recicla a través de la economía, sino que se trata de equipo y operaciones destinadas a destruir y aterrorizar y la única parte que se reutiliza es la militarización de las fuerzas policiales en los EE.UU., que están preparadas con equipo avanzado para las guerras en el país, que ni siquiera se ven normalmente en los teatros de guerra en el extranjero.
Cuando Obama tomó el relevo de Bush hijo, prometió poner fin a la guerra en Afganistán y en su lugar dejó su cargo con la distinción única de haber tenido una guerra todos los días de sus 8 años en el cargo. Lanzó ataques aéreos o incursiones militares en al menos siete países: Afganistán, Irak, Siria, Libia, Yemen, Somalia y Pakistán. Donald Trump entró y tampoco perdió el ritmo, llevando la guerra de muerte, destrucción y desestabilización de Afganistán a su vigésimo año. El Pentágono sabe que los días en que se ganaba una guerra directamente se han acabado, así que la nueva guerra híbrida que –es quizás aún más criminal– es una de desgaste con ejércitos por encargo o por contrato, bombardeos aéreos, y sabotajes a la infraestructura. Todo ello se convierte en guerras interminables cuya intención es asegurarse de que un país está desequilibrado, agotado y no se independiza o desarrolla y utiliza sus recursos en beneficio de su propio pueblo
Este, por supuesto, no es el único tipo de guerra criminal en el arsenal del Imperio. Las sanciones económicas son un crimen contra la humanidad tanto como los ataques militares. Nadie debería olvidar los 10 años de sanciones de la ONU orquestadas por EE.UU. contra Irak en los años 90 y que fueron responsables de la muerte de 500.000 niños iraquíes. Principalmente a través de órdenes ejecutivas, Trump ha impuesto algún tipo de sanciones a un tercio de los países del mundo. Sanciones que van desde el bloqueo unilateral a Cuba, que tiene 60 años, por el hecho de insistir en su soberanía a sólo 90 millas de distancia, hasta la sanción de medicinas y alimentos a Venezuela, causando la muerte de 40.000 personas, mientras organizaba planes de golpe de Estado contra el presidente democráticamente elegido, Nicolás Maduro.
Ahora, estos reflujos bélicos e inhumanos, regresan como una marea negra a los Estados Unidos, con Trump enviando entre sombras unidades militares de agentes federales a Portland, Seattle y otras ciudades, como si fuera una invasión militar de algún país pobre, irrumpiendo sin invitación, no para traer orden y paz sino para reprimir brutalmente, escalar violencia y provocar a la gente en las calles que durante meses ha estado exigiendo justicia e igualdad reales.
La combinación del fracaso de la Administración Trump para enfrentar la pandemia con cualquier tipo de voluntad o un plan nacional basado en la ciencia, la crisis económica existente con su flagrante separación de clases y el interminable asesinato de personas de color como política policial normal, ha expuesto al sistema como nunca antes. La creciente conciencia de la mayoría de la población de los EE.UU. que ahora parece darse cuenta que tiene que haber un cambio fundamental, será el catalizador para que un cambio real suceda. No vendrá de un gobierno que no refleje sus intereses, sino que sólo a través de una lucha coordinada y unida socialmente. Solo de esta forma la nación se orientará en una dirección que permitirá a EE.UU. dejar en el pasado su tradición de crímenes contra la humanidad. Tanto en la sociedad norteamericana como en su política exterior
Alicia Jrapko y Bill Hackwell son miembros de la Red en Defensa de la Humanidad, Capitulo EE.UU. y co-editores de Resumen Latinoamericano edition en Ingles